Tengo miedo.
El viento se agita con una fuerza inimaginable, terrorífica.
La persiana se estremece ante su corte helado y repiquetea ferozmente.
Los árboles se doblan como si fueran palotes de regaliz y las aceras brillan como si fueran caramelos en los que la luz se refleja.
Pero la perspectiva no es nada dulce.
Sino aterradora.
El viento se lanza en oleadas contra los edificios.
Se lanza con fuerza, insiste, insiste de nuevo y se retira, pero solo para repetir este proceso una y otra vez.
Parece querer algo.
No sé si trata de alcanzar algo o simplemente de aterrar a alguien.
Si yo soy el objetivo debo decir: misión cumplida.
Pobre de aquel que esté ahora mismo en la calle, sin más resguardo que un débil paraguas y un abrigo.
Pobre de aquel que esté en su cama pensando en que quiere que acabe, que deje de atormentarle la lucha del viento contra su ventana, el aullido del viento, que lleva un día de perros que está acabando como un día de perros y que lo único que quiere es dormirse y olvidar ese día gris.
Pobre de mí.
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